Reflejos (*)
- Rodrigo Lares Bassa

- 1 oct
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 10 oct
I
Es cierto: estoy perdido. No comprendo qué sucede ni dónde estoy. Nunca me había pasado algo semejante; al contrario, siempre me he caracterizado por ser un hombre que sabe lo que hace. Pero ahora… no entiendo. Cierro los ojos durante largos segundos —larguísimos— y, al abrirlos, veo ante mí lo mismo. Lo hago una y otra vez, apretando los párpados con fuerza, a ver si al desapretarlos logro ubicarme y… nada cambia. Sigo intentándolo, hasta que, inesperadamente, una voz interrumpe mi concentración.
—Disculpe, señor. ¿Sabe usted en cuánto tiempo viene el próximo tren? —me preguntó un hombre.
Lo vi y noté que, efectivamente, se dirigía a mí. No deseaba hablar con nadie; lo único que quería era entender lo que me ocurría. Así que respondí lo primero que se me cruzó por la cabeza:
—Ni idea, acabo de llegar.
—Gracias.
Lo observé mientras se alejaba. Por sus zigzagueos improvisados concluí que estaba tan desconcertado como yo, con la única diferencia de que él preguntaba a los demás, y yo me quedaba quieto, de pie, viendo pasar la gente a mi lado. Era una muchedumbre: mujeres, hombres y niños; ancianos, jóvenes, personas de mediana edad. Gente de todas las razas: unos con turbantes, otros con tirabuzones que caían desde las patillas, con sombrero de vaquero, con guayuco, trajeados o en bañadores. Era impresionante, y lo peor: no entendía absolutamente nada. Me sentía inseguro.
La ansiedad me obligaba a ocupar la mente en algo. Enfilé los ojos hacia los rieles, intentando desesperadamente buscar en ellos una respuesta. ¿Un tren que apareciera y me hiciera recordar? Pero, como el esfuerzo fue infructuoso, decidí continuar con mi requisa visual.
Era curioso: los rostros de todos mostraban las mismas muecas de ingenuidad, indistintamente de edades o culturas. Parecían haber vuelto a nacer; sus caras de desorientación los hacían ver como niños. Y lo más interesante era que, precisamente ellos, los niños, eran los más tranquilos y “ubicados”. Digo ubicados porque, dentro de lo irreal, eran los que tenían el rostro más confortable. ¿Será porque eran los que menos pecados tenían? No sé… podría ser por eso.
II
Primero fue el crujido del metal de los rieles, y después, el pitido del tren que me sacó del ensimismamiento. Era blanco y, desde la distancia, sus vagones parecían confundirse con la clarísima luz de los faroles. Insólito: no se veía sucio, ni un rastro de polvo, de tierra, de nada. A medida que se acercaba, lo examinaba, y cada vez confirmaba lo mismo: blanquísimo, pulcro.
Todos lo mirábamos desde el andén, mientras oíamos su “chu, chu” y entrecerrábamos los ojos para evitar la molestia de aquella luz incandescente.
Intentaba, otra vez, rememorar mi pasado. Lo único que lograba era una risa de mi conciencia, que se burlaba de mí por tener la memoria más blanca que el tren. ¡No lo podía creer! Aún no comprendía por qué estaba en aquella estación, parado como un chiflado, frente a tanta gente extrañamente variada y a un tren extrañamente limpio.
Mientras yo cavilaba, el hombre se acercó. Me veía pensativo, pero igual se animó a hablarme, agitando las manos frente a mi cara:
—Discúlpeme de nuevo, lo que pasa es que no entiendo… ¿usted puede creer que acá nadie sabe qué hace aquí ni a dónde va ese tren? Todos andan desorientados, pero usted… ¡usted está demasiado inerte, pasivo! —dijo, un poco alterado.
Yo lo miraba, estupefacto. Lo único que hacía era observar a la gente, al tren y a la estación.
—Sí, muy cómodo —continuó él—. ¿Será que usted sabe a dónde vamos?
—No, lo siento —respondí sin ganas de hablar. Intentaba evadirlo; no quería parecer un loco.
¿Será que todo lo que veo es producto de mi imaginación? ¿Será que estoy soñando, y todo esto, tan real, terminará siendo una ilógica pesadilla? ¿Será que en cualquier momento sonará el reloj despertador y me reiré de todo? ¿Será que, después de apagar la alarma, me levantaré de la cama como todos los días, saludaré a mi mujer, me afeitaré, desayunaré con mis hijos y volveré a angustiarme por la vida? Pero… ¿tengo reloj despertador?, ¿estoy casado?, ¿tengo hijos?, ¿trabajo? ¿Quién soy? Y, lo que es peor, ¿estoy vivo?
Unas campanitas comenzaron a oírse: “tilín-tilín-tilín-tilín”. Se abrieron las puertas de los vagones y todos, absolutamente todos, como ganado, comenzaron a apretarse unos a otros para entrar. La manada nos empujó al hombre y a mí; juro que tuve la sensación de que no caminaba, sino que levitaba. Así de fuerte era la presión. Terminé entrando al vagón sin hacer esfuerzo alguno.
III
—Señor, discúlpeme de nuevo, permítame una pregunta… ¿qué edad tiene usted?
Lo miré, intentando que mi silencio le dejara claro que no quería ser molestado. Pero hizo caso omiso de mi mirada, así que tuve que pensar una respuesta.
No lo podía creer: ¡no recordaba mi edad! ¿Veinte años? No… ¿doce? Sí, doce… no, imposible, si no, este hombre no me trataría de “señor”. ¿Cuarenta? ¿Ochenta? ¡Caray! No daba crédito a lo que me pasaba. Para no quedar como un lunático, le devolví la pregunta:
—¿Y usted, qué edad tiene?
—No lo sé —respondió sin titubeo—, porque aunque no me crea, ¡no recuerdo mi edad!
Su respuesta me impactó. Primero me había dicho que nadie sabía qué hacía allí ni a dónde iba el tren. Ahora tampoco recordaba su edad, igual que yo. Le respondí, casi para consolarlo:
—Pues no se desespere, yo tampoco la recuerdo.
El hombre bajó la cabeza y guardó silencio.
Pasó un rato. Lo único que se oía era el golpe de las ruedas del tren contra los rieles. Nadie hablaba. Por las ventanas no se veía nada; supuse que atravesábamos un túnel. Analicé el vagón: no había anuncios, ni mapas, ni altavoces. Nadie pedía billetes —yo no tenía ninguno, ya había revisado mis bolsillos—. Ni mendigos, ni músicos, ni señalizaciones de emergencia. Todo era muy extraño.
Las paradas “oscuras” se repetían una y otra vez —cuatro, diez, veinte—. En todas subía gente nueva, igual de desconcertada. Parecían marionetas: entraban en silencio, se sentaban o quedaban de pie, balanceándose suavemente con el tambaleo del tren.
IV
El cambio fue extremo. Sucedió después de mucho rato, aunque no sabría decir cuánto. En algún momento, la oscuridad desapareció. Por las ventanas se veía un paisaje inmenso: árboles frondosos, flores, planicies coloridas, montañas, ríos, pájaros, el cielo…
El tren pitó y se detuvo en una nueva estación. Afuera, la luz era inmaculada. Había gente de todas las razas, edades y colores que conversaban, reían, jugaban. Se notaba que sabían lo que hacían. Las campanitas sonaron: “tilín-tilín-tilín-tilín”, y las puertas se abrieron. Todos comenzaron a subir, y nadie se bajó.
Era inexplicable: cada vez entraba más gente, y sin embargo, nunca se llenaba el vagón. Entraban ordenados, tranquilos. Las mujeres y los niños primero, luego los hombres. Y, al hacerlo, todos nos miraban y sonreían como diciendo: “Bienvenidos”.
Los observé en silencio. Me pregunté, otra vez, si todo esto sería un sueño. Me dediqué a mirar: un niño, una señora, una pareja, un sacerdote, un empresario, un deportista… una novia con su traje. Así me distraía. Jugaba a calcular edades y nacionalidades. Era un juego infantil, pero me mantenía cuerdo.
Hasta que la vi.
No sé cuándo entró ni cómo no me había dado cuenta antes. Era preciosa. Su cabello ondulado caía hasta los hombros, oscuro pero no negro; los ojos grandes, brillosos; la nariz perfilada; la sonrisa sutil. Era la serenidad hecha rostro.
No podía dejar de mirarla. Había algo en ella que me resultaba familiar, pero no lograba saber qué. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí que me quedaba sin aire. Giré el rostro para no incomodarla, pero no podía dejar de verla. Entonces descubrí que, gracias a la luz interna, las ventanas funcionaban como espejos. Eureka: podía observarla en los reflejos.
Y así lo hice. Los reflejos se convirtieron en mis cómplices.
V
No sé cuánto tiempo pasó desde que salimos hasta que llegamos a la última estación. Lo que sí sé es que, desde que la vi, no dejé de observarla ni un instante. La seguía en los reflejos, en cada ventana, hasta que la luz del sol los borró todos.
El tren pitó, las campanitas sonaron y las puertas se abrieron. La gente comenzó a salir: los orientados y los no orientados. Yo la miraba desde lejos. Tenía algo —no sabía qué— que me atraía irremediablemente. Comenzó a caminar y la seguí.
Ella se unió a los de la estación clara. Yo quedé en la fila con los otros, los desorientados, aunque lo único que deseaba era alcanzarla.
La veía alejarse mientras mi mente repetía, como un eco: no te vayas, no te vayas, no te vayas… De pronto se detuvo, se volvió y me miró a los ojos. Fueron segundos prodigiosos. Sus ojos y los míos conversaron sin palabras. Y luego, me sonrió. Sentí que una calma inmensa se apoderaba de mí.
Entonces, el hombre de siempre interrumpió:
—Disculpe, señor, pero debe avanzar. ¿No ve que la fila camina?
No respondí. Avancé. Cuando volví a mirar, ya era tarde: ella había desaparecido.
Seguí caminando, buscando entre los recuerdos alguna imagen que explicara mi obsesión por aquella mujer. Al final de la fila, el sonido de unas llaves atrajo mi atención. Levanté la vista: el hombre que las sostenía tenía el cabello canoso, largo, y una barba espesa.
Me quedé helado. Esto tenía que ser un sueño. ¡No podía estar aquí! Me pellizqué los brazos, las piernas… nada. No despertaba.
Miré alrededor: la francesa, el niño uruguayo, el indio, la anciana japonesa… todos estaban allí, en su estado más puro.
Y entonces lo comprendí todo.
Ella, tan hermosa, tan serena, era mi madre. Mi madre, a quien no veía desde su muerte, cuando yo apenas era un bebé.
(*) Relato seleccionado para su lectura en la “IV Semana de Nueva Narrativa Urbana”, organizado por el Pen de Venezuela, la Fundación Chacao y la Fundación para la Cultura Urbana. Leído al público en la casa del Centro Cultural Chacao. Comentarios al mismo a cargo de la escritora Krina Ber (20/04/2009).

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