Reflejos (*)
- Rodrigo Lares Bassa
- hace 13 horas
- 11 Min. de lectura
I
Es cierto, ¡estoy perdido!. ¡No comprendo qué sucede, ni dónde estoy!. Nunca me había sucedido algo semejante, al contrario, siempre me he caracterizado por ser un hombre que sabe lo que hace. Pero ¿ahora?, es que ¡no entiendo!. Cierro los ojos, durante largos segundos, ¡larguísimos! y al abrirlos ¡veo ante mí lo mismo!. Lo hago una y otra vez, apretando los párpados con fuerza a ver si al desapretarlos termino por ubicarme y... ¡nada cambia!. Sigo haciéndolo, hasta que inesperadamente siento una voz que me interrumpe la concentración.
«Disculpe señor, ¿Sabe usted, en cuánto tiempo viene el próximo tren?», me preguntó un hombre.
Lo vi y noté que, efectivamente, era a mi a quien le preguntaba. No deseaba hablarle a nadie, lo único que quería era entender lo que vivía. De modo que le respondí lo primero que se me cruzó por la cabeza: «Ni idea, acabo de llegar.»
«Gracias.»
Me quedé mirándolo mientras se alejaba. Por sus improvisados zigzagueos concluí que estaba igual de desconcertado que yo, con la única diferencia que él preguntaba a los demás y yo, tan sólo, me quedaba quieto, de pie, viendo la gente pasar a mi lado. Era una muchedumbre: mujeres, hombres y niños; ancianos, jóvenes y personas de mediana edad; gentes de todas las razas, unos con turbantes, otros con tirabuzones que caían desde las patillas, con sombrero de vaquero, con guayuco, trajeados o en bañadores. Era impresionante, y lo peor, no entendía absolutamente nada. Me sentía inseguro.
La ansiedad me obligaba a ocupar la mente en algo, de modo que enfilé mis ojos hacia los rieles, intentando desesperadamente buscar en ellos la respuesta a mi desconcierto. ¿Un tren que apareciese y me hiciese recordar?, pero, como mi esfuerzo fue infructuoso, decidí continuar con mi requisa visual. Era curioso ver cómo los rostros de todos, mostraban las mismas muecas de ingenuidad, indistintamente de las edades o cultura, todos parecían haber vuelto a nacer, sus caras de desorientación los hacían ver como niños. Y lo más interesante era, que precisamente ellos, los niños, eran los más tranquilos y “ubicados” ―digo ubicados porque dentro de lo irreal, ellos eran los que tenían el rostro más confortable―, ¿será porque eran los que menos pecados tenían?, no sé, bueno, ¡podría ser por eso!...
II
Fue, primero el crujido del metal de los rieles y después el pitido del tren el que me sacó del ensimismamiento. Era de color blanco y, desde la distancia, parecía confundirse los vagones con la clarísima luz de sus faroles. ¡Era insólito! pero no se veía sucio, ni un rastro de polvo, de tierra, ¡de nada!. A la vez que se acercaba lo examinaba e inexplicablemente, confirmaba que estaba blanquísimo y pulcro. Todos lo mirábamos desde el anden; mientras oíamos su “chu, chu” y entrecerrábamos los ojos para evitar la molestia de aquella luz incandescente.
Al mismo tiempo, intentaba (otra vez más) rememorar mi pasado y lo único que lograba (de nuevo) era una risa de mi conciencia que se burlaba de mi por tener la memoria más blanca que el tren. ¡No lo podía creer!, aun no comprendía por qué estaba en aquella estación parado como un chiflado; frente a una cantidad de gente extrañamente variada y a un tren extrañamente limpio.
Mientras yo estaba con mis cavilaciones, el hombre se había acercado a mi, pero como me veía pensativo no se atrevía a hablarme. No pude alargar mucho su vacilación por hablarme ya que, sin importarle mucho, agitó sus manos frente a mi cara para que lo oyera.
«Discúlpeme de nuevo, lo que pasa, es que, no entiendo, ¿usted puede creer que acá nadie sabe qué hace aquí y a dónde va ese tren?, todos andan un poco desorientados, pero usted, ¡usted está demasiado inerte, pasivo!», dijo un poco alterado.
Yo, lo que en realidad estaba era estupefacto y, sencillamente, lo que hacía era mirar a la gente, al tren y a la estación.
«Sí, muy cómodo ―dijo el hombre, continuando con su monólogo―, ¿será que usted, sabe a dónde vamos?.»
«No, lo siento», le respondí sin ganas de buscar conversación. Intentaba evadirlo, no quería pasar por loco.
¿Será que todo lo que veo es producto de mi imaginación?, ¿será que estoy soñando y todo que parece ser tan real, al final, terminará siendo una ilógica pesadilla?, ¿será que ahora mismo sonará el reloj despertador y me reiré de todo?, ¿será que después de apagar la alarma del reloj me levantaré de la cama como todos los días y tras darle los buenos días a mi mujer, me afeitaré y desayunaré con mis hijos para después ir al trabajo y angustiarme realmente por la vida?. Pero, ¿Tengo reloj despertador, estoy casado, tengo hijos, tengo trabajo?, ¡Quién soy! y lo que es peor ¿estoy vivo?.
Unas campanitas comenzaron a oírse “tilín-tilín-tilín-tilín”, se abrieron las puertas de los vagones y todos, absolutamente todos, como el ganado, empezaron a apretarse unos a otros para entrar. La manada comenzó a empujarnos (a mí y a aquél hombre), de tal forma que (¡podría hasta jurarlo!), tenía la sensación de que para avanzar no caminaba, sino que ¡levitaba!. Así serían los apretones que terminé entrando al vagón sin hacer esfuerzo.
III
«Señor, discúlpeme de nuevo y permítame una pregunta, ¿qué edad tiene usted?».
Me quedé mirándolo por un momento intentando que intuyera por medio de mi mirada que no quería que me molestara más, que necesitaba tiempo para mí solo y que fuera a preguntar a otro. Por supuesto, hizo caso omiso de mi advertencia visual por lo que tuve que ¿pensar? una respuesta a su pregunta.
¡No lo podía creer!, pero, ¡no recordaba mi edad!, ¿veinte años?, no, ¿doce?, sí, eso es ¡doce años!, no, no, porque sino éste hombre no me tratara de “señor”, eeeehh, ¿cuarenta años?, no, ¡caray! ¿cuántos?, ¿ochenta?, ¡jaaa!, no daba crédito a lo que me estaba pasando, de modo que, para no quedar como un lunático le respondí con una pregunta (intentando en lo posible pasar por antipático para que así dejase de preguntarme): «...y dígame ¿qué edad tiene usted?.»
Sin titubeo alguno me dijo: «No lo sé, porque aunque usted no me crea, ¡No recuerdo mi edad!, ¡Mi propia edad!.»
Su respuesta me impactó, antes, me había dicho que todos (al igual que yo) no sabían qué hacían, ni a dónde iban y; ahora, ¡él tampoco recordaba su edad! (¡al igual que yo!). Tuve que responderle para, de alguna forma, darle consuelo.
«¿Pues no se desespere que yo tampoco la recuerdo», le confesé.
El hombre me miró y, sin pronunciar palabra, bajó la cabeza y enmudeció.
Pasó un rato, lo único que se oía era el golpe de las ruedas del tren contra los rieles, nadie hablaba con nadie, todos estaban callados. Por las ventanas no se podía ver nada, era de suponer que estábamos ¿dentro de un túnel?. Entonces, decidí analizar el vagón. No habían anuncios que mostraran a dónde íbamos, ni mapas, ni altavoces, igualmente, no había nadie pidiéndonos los billetes (que yo no poseía, porque ya había buscado en los bolsillos del pantalón; creía que con la tenencia de uno, podría justificar todo lo que me estaba sucediendo, pero no había nada dentro de mis bolsillos. Por lo que comencé a barajar otras posibilidades: ¿un golpe en la cabeza, envejecimiento, alzheimer?...), tampoco había mendigos o músicos que pidieran alguna limosna, ni siquiera, había ¡señalizaciones de las salidas de emergencias!. Volví a observar a la gente, todo era muy extraño.
Seguidamente, se repitieron las paradas “oscuras” (así las llamé), ¿cuatro, diez, veinte?, ya había perdido la cuenta. En todas se subían personas variadas, coincidiendo con esa extraña actitud de inapetencia y desconcierto. Parecían todos unas marionetas: sin hablar, entraban y se sentaban o se quedaban parados... Yo, tan solo me distraía viéndolos a todos, cómo el tambaleo del tren los balanceaba, levemente, de un lado a otro.
IV
El cambio fue extremo y, creo, que sucedió bastante rato después de haber partido de mi estación, ¿minutos, horas?, ¡ni siquiera tenía noción del tiempo!. La cuestión fue que, en algún momento, la oscuridad dejó de existir. Y era un extenso paisaje el que se apreciaba por las ventanas. Árboles frondosos, flores, planicies coloridas, montañas, ríos, pájaros, ¡el cielo!…
Repentinamente, se oyó el pitido del tren y, posteriormente, se detuvo en una ¿estación?. Estuvimos un instante inmóviles, viendo cómo (al igual que en las demás estaciones) había afuera ¿en el andén?, gente de todas las razas, colores, estaturas y edades esperando que se abrieran las puertas. Esta estación era distinta a las anteriores, así lo demostraba la inmaculada claridad y las personas que mientras esperaban, conversaban, reían y hasta jugaban; se les notaba que sabían lo que hacían. Las campanitas sonaron “tilín-tilín-tilín-tilín” y las puertas se abrieron. Todos comenzaron a subirse y ¡nadie se bajó!. Yo no entendía cómo hacía para caber la gente en cada estación ya que nadie se bajaba. Efectivamente entraban todos; y lo más incrédulo era que no me sentía incómodo ni apurruñado. Otra cosa de la gente que me llamó la atención era que entraban caminando y ¡muy ordenados!, en fila, sin golpearse unos a los otros (no se arreaban silenciosamente como nosotros): las mujeres y los niños primero y, después los hombres. Fue curioso pero tuve la “rara” sensación de que al entrar, todos nos vieron (a los pasajeros de las estaciones oscuras) y nos sonrieron amablemente, como queriéndonos decir con sus expresiones faciales: “Bienvenidos”. Yo, callado, miré a la cara a varias de las personas que se subieron conmigo, buscando encontrar en ellos una muestra visual de incomprensión, pero no, al parecer, yo era el único que estaba como ¿neurótico?. Es que, ¡no lo podía creer!, todos los de las estaciones oscuras estaban como ¿abstraídos?, incluso ese hombre que siempre se me acercaba para plantearme incógnitas que no sabía responderle.
Solo se oían palabras de los viajantes de la estación clara. Yo, los miraba a todos, hurgándolos, buscando encontrar en ellos la respuesta a todo lo que me estaba sucediendo. Volviendo a preguntarme: ¿será que todo esto es un sueño?. Seguí observando: un niño; una señora; una pareja de enamorados; un sacerdote; un empresario; un deportista, ¿una novia con su traje?... Así, encontré una manera de distraerme, una forma de ocupar mi mente para evadir la angustia; debo aceptar que era infantil pero funcionaba, simplemente, jugaba a calcularles la edad y a adivinar sus nacionalidades. Él tiene sesenta años y ella cuarenta y cuatro, él es del congo y ella europea, hummm, ¿española, tal vez? No, hummm, ¡francesa!; ése ―señalándolo con los ojos―, tres años y parece argentino, no, ehh, uruguayo y, aquél, debe tener veinte años y debe ser… humm, no sé, ¿de india, tal vez?; ¡guao!, y ¡esa señora!… se ve bastante mayor, hummm, seguro que pasa el centenar y sin duda es asiática, japonesa para ser exacto.
¡Jaaa! ―grité en mi mente―, ¡la acababa de descubrir en el vagón que yo enteramente dominaba!, pero ¿cuándo entró?, ¿cómo era posible que no me hubiera percatado de su presencia?. ¡Era preciosa!, nunca en mi vida la había visto, por lo menos no recordaba haberla conocido, pero, no obstante, me llamaba mucho la atención su rostro, ¡era hermosa!. Tenía el cabello ondulado hasta los hombros, bastante oscuro pero sin llegar al negro, sus ojos eran grandes y brillosos, su nariz era delgada y perfilada y su sutil sonrisa la hacía ver aun más femenina que cualquier mujer de las que me rodeaban. ¡Era absolutamente preciosa, hermosa, espectacular!. Estaba callada, inmune ante todo. Aun no me había visto y eso era bueno, porque así yo podía verla a mi gusto.
Claro, ¡entró en la estación clara! ―me dije, intentando justificar el descuido de no haberla visto antes ―. Sí, y tenía que ser en la estación clara, porque ya había estudiado de pie a cabeza a todos los pasajeros que subieron conmigo y en las demás estaciones oscuras.
No lograba calcularle la edad, pero era joven, ¿veinticinco, treinta, treinta y dos? y ¿de dónde era?… no supe ubicarla. Ella seguía tranquila, callada, se le notaba feliz, cómoda. Su sonrisa transmitía serenidad.
Una gran nube tapó al sol, fue cuando noté que las luces internas estaban encendidas. La seguía mirando, ¡estaba encantado!. Era inexplicable lo que sentía, no podía dejar de verla, su presencia había acaparado mi mente y ahora estaba activo, muy activo, buscando verla sin que ella se diera cuenta, estudiándola hasta el más pequeño de sus detalles. Humm, a ver, delgada y esbelta (un cuerpazo, definitivamente), aunque no me atraía sexualmente, realmente, no podía explicarme el sentimiento que me invadía.
Fue entonces, cuando ―interrumpiendo bruscamente mi embriagada admiración― me vio a los ojos, ¿será que sintió el peso de mi tontera?. Sus espectaculares ojos, transformaron mis extasiados pensamientos en taquicardia. Ahora no pensaba, ni me preguntaba nada, sino que ahora buscaba no mirarla para que ella no creyera que la vigilaba, ¡no quería que se asustara!. Tan solo quería seguirla viendo desde mi anonimato. De manera que me volteé y le di la espalda. Fruncí el ceño y apreté los dientes y, con los ojos entrecerrados intenté indagar en mi memoria, a ver si encontraba en algún rincón de ella la respuesta lógica de todo lo que me estaba sucediendo. ¡Tenía que ubicarme en algún punto de mi pasado y lograr atrapar con ello un recuerdo verídico de mi persona!.
No quería que ella entorpeciese mi proceso de autoayuda, de introspección. Pero era inútil, no podía rechazarla. La curiosidad era mayor que mi razón. Además, no recordaba nada y tenía que verla. ¡Era necesario!, no se por qué, pero lo era.
Estaba absorbido por su presencia. No podía ignorarla e inconscientemente fui girándome hacia ella, fue entonces cuando por casualidad encontré una forma de verla sin ser visto. ¡Las luces internas del tren, hacían que las ventanas fungieran de espejo!, ¡Eureka!. Allí estaba ella, en el reflejo del vidrio, ignorando que la veía. Se veía espléndida, hermosamente tranquila. Ahora, los reflejos eran mis cómplices. Definitivamente, era bellísima. Así, contento, me quedé observándola a través de su reflejo.
V
No sé cuánto tiempo pasó desde que salí de la estación hasta que llegamos todos a la última, pero lo que sí sé es que después que la descubrí no dejé de verla, ¡ni un instante!. Moviéndome de un lado a otro para no levantar sospechas, la vi desde todas las ventanas que nos rodeaban. Todos los reflejos fueron mis aliados. No me cansé de verla, de mimarla mentalmente, hasta el último segundo en que volvió la grandeza del sol y los reflejos se esfumaron sin previo aviso, dejándome sin ninguna otra opción más que la de tener que verla directamente. Ahora, por las ventanas, todo se veía puramente blanco (igual que la luz que expedían los faros del tren cuando llegaba a mi estación).
Primero, se oyó el pitido del tren y, finalmente, se abrieron las puertas tras haberse oído el tintineo de las campanitas. La gente comenzó a salir: los orientados y los no orientados. Yo, estático, la miraba desde la distancia. Su rostro tenía algo, ella misma tenía algo, no lograba encontrar qué, pero tenía algo que impetuosamente me atraía. Entonces comenzó a caminar y yo la seguí.
Al salir, ella se fue junto con todos los de la estación clara. Aun no entiendo cómo, pero me quedé haciendo una fila con el grupo que subió conmigo, porque, verdaderamente, ¡lo que quería era seguirla!.
La veía alejarse mientras la nostalgia acaparaba mis pensamientos, que solo repetía como ecos tres palabras: No te vayas, no te vayas, no te vayas...
De pronto, mágicamente, se detuvo, se volteó y me miró a los ojos, ¡directamente a los ojos!. Fueron unos segundo prodigiosos y emocionantes: sus ojos y los míos conversaban gestualmente. La sensación que experimentaba era como si entre ella y yo existiese un nexo majestuosamente indestructible. Aquél solemne momento, lo selló con el broche de una preciosa sonrisa. Quedé embelesado, tieso, mientras sentía que una inmensa calma se apoderaba de mi.
Así seguí, hasta que aquel hombre (el mismo de siempre), interrumpió mi apasionado trance.
«Disculpe, señor, pero debe avanzar, ¿no ve que la gente de la fila ha caminado?.»
No le respondí, solo avancé. Después, cuando volví a alzar la mirada para buscarla, ya era muy tarde, ya no estaba, ya no la veía.
La fila avanzaba, y yo, para ocupar mi mente, me dediqué a buscar entre los recuerdos una imagen o un momento que evidenciara mi empecinamiento con aquélla hermosa mujer. Hasta que llegué al final (¿o comienzo?) de la fila y el sonido de unas llaves atrajo mi curiosidad. Busqué su origen y mi sorpresa fue mayúscula cuando vi que el que las sostenía era ¡un hombre canoso, melenudo y barbudo!.
Fue tal mi impresión al verlo que pensé: ¡esto tiene que ser un sueño!, ¡no puede ser que yo esté aquí!. Y comencé a pellizcarme ¡los brazos, las piernas!. Nada, no pasaba absolutamente nada, ¡no me despertaba!. Entonces, frenéticamente, comencé a voltear a todos lados, examinando a todos de nuevo. Fugazmente, miré a la francesa; al uruguayo de tres años ¡que estaba sólo... sin su madre!; al indio; y ¡a la anciana nipona!.
Por mi colgante quijada supe que, ciertamente, ahora sí los veía en su estado más puro. Fue exactamente en ese momento cuando lo comprendí todo. Ella, tan hermosa, tan preciosa, era mi madre que no veía desde su muerte, cuando yo, apenas era un bebé.
(*) Relato seleccionado para su lectura en la “IV Semana de Nueva Narrativa Urbana”, organizado por el Pen de Venezuela, la Fundación Chacao y la Fundación para la Cultura Urbana. Leído al público en la casa del Centro Cultural Chacao. Comentarios al mismo a cargo de la escritora Krina Ber (20/04/2009).
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