Hombres de café (*)
- Rodrigo Lares Bassa
- hace 13 horas
- 21 Min. de lectura
El triunfo del verdadero hombre surge de las cenizas de su error.
Estaba sobre la mesa, esperando a ser tomada de la mano e invitar, con su singular aroma, a comenzar el día que apenas se iniciaba. Frente a ella había una ventana que aún dejaba ver la luna. El gallo Horacio no había despertado, era de madrugada, el alba fría se hacía sentir. Frente a la ventana había un sencillo fogón, un molinillo y una rudimentaria cafetera; todo junto, con la mesa y sus sillas, conformaban el comedor de la casa.
Al fondo había dos cuartos, no muy grandes; en uno dormían dos pequeños, Hugo y Abelardo, en el otro, sus padres, Juana y Camilo. Juana aún no se despertaba, mientras que Camilo silenciosamente salía de su cuarto, no quería despertar a su mujer. En puntillas de pie llegó hasta el comedor y vio que ella seguía caliente, como la había dejado, así que extendió su mano derecha y la tomó entre sus dedos, la acercó hasta su boca… Pero justo en ese momento Horacio cantó. El susto hizo que Camilo la dejara caer al suelo y lo que siguió era de esperar: el ruido despertó a Juana, quien corrió somnolienta al comedor encontrándolos, en el acto: a ella hecha añicos y a él pálido del sobresalto.
Juana suspiró con disgusto y colocándose las manos en la cintura comenzó a golpear el piso con su pie izquierdo, mientras decía con tono amenazante:
―No puede ser que ese maldito gallo te haya asustado de nuevo. ¡Será posible que nunca vayas a aprender que Horacio chilla todos los días a la misma hora! Ahora, de vuelta a casa me compras tazas nuevas.
Tras escanciar el nuevo café en otra taza y dedicarle tres apresurados sorbos, Camilo sonrió como de costumbre, para inaugurar el comienzo de una naciente mañana, percatado de que la luna ya no se veía por la ventana, sino que era el sol el que intentaba colorear de luces el cielo raso. Tomó su sombrero y salió de casa caminando rumbo a su trabajo. A medio camino, paró en el Abasto de Pluto, donde el señor Plutarco le dijo cantadito:
―Buenos días don Camilo, ¿cómo amaneció?
El hombre con su mano izquierda bajó el volumen de la radio ―pues oía las noticias. Luego, cogió su taza de café y extendiendo su brazo derecho le ofreció la prensa del día. Camilo hizo un ademán con su sombrero en señal de saludo, se acomodó las gafas y, tomando el diario en sus manos, respondió:
―Es un buen día Plutarco, la mañana se ve clara y calmada, y haber salido de casa seguro de que la familia está en perfecto estado me complace, los niños durmiendo como angelitos y la mujer de queja en queja. Por cierto, guárdame una taza de café, que cuando pase de vuelta me la llevo.
Plutarco carcajeándose le dijo:
―¿Qué, don Camilo, acaso Horacio otra vez le perturbó su cafecito mañanero?
Camilo Landaeta era una persona querida en el pueblo, no había quién no lo conociera y respetara, por sus acuciosos consejos y personalidad humana. Caminaba hacia la planta de secado de café donde laboraba como supervisor.
Eran tierras montañosas situadas en un país de caciques y libertadores, no muy lejano de la línea ecuatorial. La casa de los Landaeta sugería un aire de humildad, no celebraba pretensión alguna, sus paredes externas mostraban la corrosión producida por los cambios climáticos, y las internas estaban cubiertas apenas de un brochazo de pintura. El techo alguna vez había tenido todas sus tejas en posición. A un lado de la puerta de entrada de un clavo colgaba un letrero de madera apenas pintado, en el que se leía Mi Casita.
Cuando Camilo no estaba en el trabajo, con seguridad se encontraba en Mi Casita dedicado a la lectura; leía poesía, novela y todo cuanto le ponían en la mano. Era un autodidacta que gozaba de las letras, le apodaban El Filósofo. Su esposa destinaba la mayor parte de su tiempo a los niños, cuando no, a preparar la comida y a hablar con las amigas; por su parte, Hugo y Abelardo visitaban la Iglesia durante las mañanas, donde recibían lecciones de lectura y escritura. San Sebastián de Casiqueare se llamaba aquel pueblo sitiado de cafetales, y durante años sobrevivía con modestia de su actividad principal, la producción de café. Era un poblado de proporciones no muy grandes y de tradiciones ancestrales; sus habitantes se conocían entre sí, acostumbraban regalarse en navidades, y en época de procesiones los pequeños eran los que más participaban, unos cargando a la Virgen, otros recolectando el dinero mientras el resto jugaba correteando por las calles.
Una costumbre arraigada entre los habitantes del país y, por supuesto, de cualquier casiqueareño, era la de convidar a un cafecito ―así se le llamaba― a quienquiera que visitaba una casa, como símbolo de amistad y hospitalidad. De modo que los Landaeta, al final del día, se reunían a conversar (con visitantes o sin ellos) en el menudo comedor de Mi Casita y así, mientras Juana y Camilo bebían café, Hugo y Abelardo saboreaban caramelos comprados a Plutarco. “Papá” contaba su día de faena y “mamá” comentaba los chismes del día: “María, la hija de los de la casa del budare mudó su primer diente anoche”; “Pedrito, el hijo del lechero, fue al abasto y compró su primera navaja de afeitar”. Estas sesiones dicurrían a la luz del bombillo que se balanceaba de un cable que caía del techo, siempre acompañadas del agradable aroma a café.
El domingo era el día social de la semana. Los hombres se vestían de liquiliqui, un traje consistente en un pantalón y una chaqueta blanca de algodón, esta última abrochada desde el cuello, mientras que las señoras engalanaban a sus niñas de faldas cortas amplias, y blusas escotadas de mangas reducidas, y a los varones de camisa de manga corta y pantalón bermudas. Ellas por fin se ataviaban con faldones y llamativos sombreros. Todos acomodados, se dirigían a la Iglesia para oír la palabra de Dios y recibir la comunión. Terminada la misa, la gente iba a la Cafetería de Tío Pancho para degustar el divino almuerzo que preparaba una cocinera de gran sazón. Allí era posible ver al médico del pueblo, el doctor Gumersindo, y al prefecto don Isidro; el jurista Jerónimo y don Camilo, eran los más asiduos.
Pancho era un hombre de contextura gruesa y de cabellos y barbas blancas, tenía abundante humor. Nunca se casó. Hacía unos años que su hermana Concilio junto a su marido se habían ahogado en el río Casiqueare, cercano al pueblo. Todo pasó durante una tarde tormentosa, la lluvia caía en sucesivas ráfagas, el viento alborotó las aguas del río hasta provocar su desbordamiento, en el preciso momento en que la pareja iba de regreso al pueblo. Aquel fue el último día que se supo de ellos. En consecuencia, Pancho se hizo cargo de su única sobrina, una bebita de seis meses de nombre Clara.
Crecida Clara, durante las mañanas de los días de semana asistía a las lecciones de lectura y escritura del padre Juan (junto a Hugo y Abelardo) y por las tardes, se divertía con sus amigas realizando dibujos, jugando a saltar la cuerda o a la rayuela, a la vez que veía a sus compañeros en la plaza volar papagayo, jugar al béisbol o a la perinola, mientras los adultos, a pocas cuadras, agitaban sus vocales en las riñas de gallos o en las corridas de toros.
Aunque le gustaba mucho jugar, lo que Clara disfrutaba más era ayudar a su Papancho en el negocio, y le chiflaba servir el café de los domingos después de misa, porque especialmente ese día asistían los comensales más importantes. En efecto, ella decía:
―¡Papancho! El café que más me gusta servir en la semana es el del domingo, porque no es como los demás días en que oigo a la gente grande hablar y me da risa lo que dicen, sino porque vienen los señores Camilo, Isidro, Gumersindo y Jerónimo, ellos sí hablan bien bonito.
Se refería al momento en el que todos conversaban sobre la cotidianidad de la semana. La hora del café era la costumbre de San Sebastián.
Gumersindo y Jerónimo habían realizado sus estudios en la misma universidad, aunque no durante los mismos años. Aquella casa de estudios tenía su sede en la capital del país, por lo que tuvieron que mudarse a leguas de Casiqueare. Gumersindo era varios años mayor que Jerónimo y estudió la medicina de finales de siglo; se graduó con honores y su trabajo de grado trató sobre la viruela. Por su lado, Jerónimo cursó su carrera no con el mismo ahínco que el galeno, pero su picardía jurídica dio para comentarios entre sus compañeros. Ambos volvieron a San Sebastián para trabajar por su pueblo.
A Papancho le encantaba disfrutar de la compañía de Clara, oír sus ocurrencias y sus ingenuos pensamientos. Durante las tardes, precintaba por hora y media la cafetería; eran los momentos en que se daba clases el uno al otro. Clara le enseñaba a su tío a leer y a escribir, mientras que él le descubría a ella nuevas maneras de servir el café, sus nombres... Durante una de aquellas tardes, el hombre le dijo a la niña:
―¡Sabes hija! Si quieres aprender a servir un buen café, primero debes saborear sus granos. Verás cómo unos saben a tierra tostada y otros son amargos, pero lo mejor es que todos son nuestros... De Casiqueare.
―Pero Papancho, ¿cómo sabes cuántos granitos se necesitan para un café con leche?
―Bueno hijita querida, ¡esas son palabras mayores! Primero que todo, tienes que encontrar los granos que sean del color de mi barba. ¡Esos le dan el color a la leche!
Clara quedaba impresionaba por lo que acababa de descubrir con la boca abierta y sus ojos saltones que delataban su juvenil inocencia.
―¡Jajaja! No, mi niña, no hay granos blancos, ese color al café se lo da Clotilde... nuestra vaca, ¿recuerdas?
―¡Clotilde! ¿Puedo ir a verla? Quiero preguntarle si me regala unos granos blancos.
―Sí puedes, pero no olvides que no son granos blancos, sino leche lo que nos da Clotilde.
La Cafetería de Tío Pancho era un lugar muy cálido, pero rústico en su edificación. Tenía el suelo de tierra y el techo de paja sostenido por cuatro paredes de bahareque; al fondo, una terraza con un chinchorro que solo utilizaba Pancho: allí dormitaba después de tomarse su habitual café. A él gustaba beber un negro tinto muy fuerte en taza grande, e inexplicablemente descansaba al acabarlo, nadie entendía cómo podía conciliar el sueño.
La cafetería tenía una vieja gramola y tantas mesas como personas iban, incluso, era normal improvisar alguna. Los domingos se recogía el chinchorro de la terraza y se colocaba el tablón que hacía de barra para atender a todos los asistentes. Había un solo baño, el cual era utilizado nada más por las mujeres, pues los hombres, ya por inercia, se dirigían al pequeño establo (próximo a la cafetería) para descargarse mientras hablaban con Clotilde, y otros, por el contrario desahogaban allí sus penas que florecían con la borrachera.
Este local de Pancho era el lugar donde muchos lograban desahogar sus inquietudes, con tragos de ron, anís y ―el más demandado― el combinado de aguardiente con café, al que se le llamaba ligadito. A continuación, era común saldar los desasosiegos con un sabroso cafecito, así pues, todos le pedían a Pancho el café que deseaban por su nombre, unos decían:
“Un negrito, por favor, que no quiero parar de bailar esta noche”, otros: “Me sirves uno solo que no quiero dormirme al frente de esta mujer tan buena moza”. Peor aún, algunos gustaban de un café más cargado, entonces proferían: “¡Pancho! Un tinto que no quiero cerrar los ojos en toda la noche”, “¡Panchito! Sírveme una bomba de Casiqueare que no quiero llegar temprano a casa, porque mi mujer me va a matar...”.
Algunos menos desafiantes elegían: “Disculpe, señor Pancho, después de que termine de atender al compadre sírvame un cafecito con leche”, o más ligero aún: “Don Pancho, me sirve un tetero ya que debo levantarme temprano mañana para ir al trabajo”. Para terminar, siempre estaba el indeciso, que no sabía si pedir un negrito o un con leche, entonces a ese se le ofrecía un marroncito: “Bueno, sabes que Pancho lo sabe todo, y veo que necesitas un cafecito porque o te me duermes o te me mareas, de modo que aquí tienes tu marroncito y después te me vas para el rinconcito”.
Pasaban los días y el pueblo inmóvil veía cómo el sol se escondía entre las montañas para darle paso a la luna. Los niños se iban convirtiendo en jóvenes y al respaldo de la luz nocturna ofrecían sus más románticas promesas a las niñas que a la vez iban volviéndose mujeres. La luna era cómplice de los juramentos eternos, de las lágrimas desconsoladas y hasta del hombre que sigiloso huía por la ventana de la casa de su amante. En cambio, el sol era testigo del trabajo casero de las mujeres, de las gotas de sudor de los hombres arando los campos de café y del inocente juego de los niños en la plaza.
Al pasar de los años en San Sebastián, se observaba cómo los caficultores llevaban a cabo pacientemente su trabajo: realizar una y otra vez el ciclo del café: así, tras recolectar las semillas de los frutos maduros, pasar a seleccionarlas por su peso; de seguidas, transferirlas a canastos de mimbre para llevarlas a la planta de secado ―lugar en el que puede olerse el aroma tostado que desprenden los granos sumisos al astro rey― para luego almacenarlas en sitios ventilados y secos dentro de sacos de sisal y, pasado un breve tiempo, traspasarlas de los sacos a los germinadores, para soterrar estos semilleros hasta ver crecer los cafetos y una vez crecidos trasplantarlos a tierra sombreada.
Para terminar, había que dejar que las agujas del reloj giraran hasta que las cerezas de los cafetos cambiaran de su inmaduro color verde, al amarillo y, por último, al maduro rojo, momento en que el rojizo grano se retiraba. ¡Ese es el grano de café! Una semilla de textura suave y lisa, de sabor algo agrio y tostado, y de olor muy perfumado. De la misma manera, el sol y la luna veían cómo los niños se hacían hombres y cómo las parteras se encargaban de traer al mundo nuevas generaciones para así, de modo sencillo, dar paso al andar de la vida.
Primaveras y veranos desfilaron por Casiqueare, fuertes sequías y desbordantes aguaceros engendraban preocupaciones y de qué hablar entre los sebastianeros. Pero aun así, la rutina laboriosa del café continuaba sin parar con la recogida de los granos por los braseros, para después ser secados bajo los ojos de los subordinados de don Camilo. Igual sucedía en las cercanías de San Sebastián, donde pueblos dedicados al café o al cacao luchaban contra los antojos climáticos de cada día.
En temporadas navideñas se oían los aguinaldos, los estruendosos sonidos secos de los fuegos artificiales y los disparos al aire que realizaban los hombres mientras sus caballos se agitaban. Luego, durante el mes de febrero reinaban los juegos de carnaval. Entre una y otra vuelta del camino, la adolescencia había llegado para Hugo y Abelardo; luego sobrevino la adultez, con lo que era inminente la hora de darle un rumbo a sus vidas, era tiempo de dejar los juegos con los amigos en la plaza y enrumbarse hacia una nueva corriente, buscar una nueva ruta. Abelardo decidió dedicarse al café, seguir los pasos de su padre, arar la tierra de su pueblo; en cambio, Hugo prefirió la milicia, por la cual debía dejar su pueblo para ir tras un futuro incierto. Ninguno de los dos dejaría de lado el hábito del café, sentarse a una mesa a beber una taza y hablar de los problemas cotidianos para buscarles soluciones.
Eran años de anarquismo, el general Pedro Jiménez llevaba las riendas del país y hacía cuanto quería. Fue en aquella época cuando Hugo realizó sus estudios militares, buscando aprender a entregar de la mejor manera sus esfuerzos por un honesto ideal, por lo que iba de pueblo en pueblo conociendo nuevas vidas, todas distintas a las de su oriundo terruño, viendo más allá del horizonte sebastianero, mientras que Abelardo aprendía cada día más a fondo sobre el cultivo del buen café y los secretos de la naturaleza, absteniéndose noblemente del mundo externo de Casiqueare.
La distancia no separó el apego familiar. Camilo siempre dedicaba unos minutos de su tiempo de lectura a escribir a su hijo Hugo cariñosas misivas, en una de ellas, al saber de su grado, le decía:
Querido hijo mío: ahora que comienzas a vivir de tu independencia, nunca debes de olvidar que la grandeza de los méritos y el honor de hallarse respetado, se conquistan a través del dolor que suponen las cicatrices de la experiencia.
Ese será tu mayor tesoro.
Aquella distancia no fue motivo para cambios en los afectos de los hermanos, cualquier oportunidad era ideal para cartearse, para saber de las andanzas de cada uno y rememorar viejas épocas.
El tiempo transcurrió y aquellos hombres maduraron, cada uno buscó novia y contrajo matrimonio. Hugo se casó con una muchacha trigueña de nombre Alcira; la había conocido durante una misión que le fue asignada a su comando en un pueblo fronterizo. Y pasó que por motivos de su oficio, pues se veía obligado a viajar constantemente, dejó a un lado sus obligaciones conyugales, atendiendo cada vez menos a su mujer. El trabajo ocupaba mucho de su tiempo, por lo que su relación con la trigueña acabó al par de años, dejando como fruto, una ruptura y una nena de nombre Esmeralda.
Abelardo, por su parte, seguía lidiando con el café; había contraído nupcias con Clara, la sobrina de Pancho, y vivían felices en San Sebastián. Mientras él se dedicaba al cuidado de las siembras cafetaleras, ella se hacía cargo de la cafetería de su tío; sí, ahora era la sobrina quien gerenciaba y el tío, ya envejecido, quien se encargaba de entretener a la clientela. Los domingos, después de asistir a la misa que ofrecía el padre Juan, Abelardo y Clara organizaban las correspondientes comidas a fin de recibir a sus vecinos y, por supuesto, para finalizar, como de costumbre, servían la consabida taza de café sobre la mesa.
Eran apenas las horas de la madrugada de un día de faena en el poblado de Casiqueare. Los árboles se veían robustecidos en sus hojas y la luz blancuzca del amanecer hacía notar los brillantes colores de la clorofila. Solo se oía el suave silbido del viento tal un suspiro errante por las calles del pueblo, y de fondo, unas agitadas gallinas, incesantes en su cacareo, que huían de un raquítico perro que ladrando las perseguía, tras haberse despertado por el puntual cantar del gallo, que ya no era Horacio, sino un tataranieto suyo. ¡Rutina de la vida!
En ese instante un ¡toc toc!, se oyó a la puerta de Mi Casita, alguien visitaba aunque nadie era esperado. Camilo, somnoliento se dirigió a la puerta, pero dando un traspiés se golpeó contra una de las sillas del comedor en el dedo pequeño de su pie derecho, aquel choque lo trajo a la realidad en un santiamén, por lo que no tardó en refunfuñar mientras se colocaba sus anteojos, y después de cojear unos pasos tomó la manija de la puerta, la giró y al abrir vio a Hugo en charreteras, acompañado de una mujer de tez blanca y una niña. La mujer que lo seguía era su compañera y, la pequeña, Esmeralda. Camilo emocionado fue a levantar a Juana de la cama y con una ancha sonrisa en la boca le dijo: ¡Vamos negra, que nuestro Huguito ha venido a visitarnos, hay que prepararle su cuarto! Enseguida fueron bien recibidos y rápidamente acomodados.
Hugo disfrutó mucho de la visita a su pueblo natal, acariciar viejos recuerdos, deleitarse de los domingos sociales de café y, sobre todo, conversar con su hermano de sus remotas vidas. No menos disfrutaron los abuelos, que a sus amigos saludaban con su nieta en los brazos. Al cabo de unas semanas partió el milico, dejando atrás buenos recuerdos y gratos encuentros familiares. Hugo continuó con sus labores, viajando por todo el país y conociendo los rincones más inhóspitos, mientras que Abelardo y Clara se ocuparon de sus quehaceres.
Un día, sentados en una mesa de la cafetería, recordaba Abelardo:
―Pero Clarita, ¡si la barriga te iba a explotar!
―¡Son preciosas!
―Nuestras hijas Cristina y Clarisa.
―Y Papancho…
―¡Ah! El abuelo más feliz del mundo. ¿No has visto cómo anda? Lelo de puro cariño... Figúrate que ahora está buscando inventar un nuevo modo de servir el café. Dice que cuando lo encuentre le llamará Mis nietas.
El bautizo se realizó en la Iglesia del pueblo donde el padre Juan ofreció su bendición sacerdotal con las expresiones de rigor. La fiesta tuvo lugar en la Cafetería de Tío Pancho, donde todos los lugareños disfrutaron del gran acontecimiento con sabrosas comidas ―ron y anís iban y venían― y, por supuesto, café para la digestión. Pancho, quien era al fin abuelo, terminó dormido en su chichorro, tras haber bebido numerosas botellas de ron propuestas todas en nombre de sus nietecitas morochas.
El tic tac se dejó oír infatigablemente y como en un periquete los años hicieron brotar las jóvenes canas. Hugo había alcanzado el rango de coronel y ya le quedaban pocos días de servicio activo, estaba deseoso de regresar a su pueblo con sus hijos, Esmeralda y Ernesto. Ella se encontraba cerca de la pubertad, mientras que el chico era aún un mancebo. Aquella mujer blanca que había acompañado a Hugo a San Sebastián, lo había dejado al enterarse de que en uno de sus numerosos viajes su marido concibió un hijo con otra mujer, ese niño era Ernesto, quien nunca conoció a su madre por haber fallecido al final del alumbramiento.
Una vez dado de baja, el general Jiménez lo había designado prefecto de la ciudad de Canapigua de los Valeares. Durante su gestión Hugo hizo cuanto quiso y no de la mejor manera, los malos hábitos del régimen le habían cundido los pensamientos. En este sentido, creaba grupos para recaudar fondos en ayuda de los ancianos y tales recolectas no aparecían; de la misma manera, junto al juez penal de Canapigua extorsionaba a cuantos podía y, a quienes no, les expropiaba sus casas y terrenos. Eran abominables los comentarios acerca de Hugo, los cuales incluso llegaban a musitarse dentro de las conversaciones sebastianeras. Estos rumores eran difíciles de creer por Camilo y su familia. Cartas iban y venían entre los Landaeta: “¿Cuándo vienes? ¿Cómo estás?”, siempre se preguntaba en ellas; en una Camilo le escribió a su hijo:
Acuérdate siempre de que naciste en un pueblo de café. Te he visto crecer dentro de las imposibilidades y te has hecho grande. No dejes que el poder te ciegue. Nunca desistas en seguir tus buenos impulsos y desechar los malos. Todos aquí te recordamos con gran cariño. La gente cuenta cosas que no creemos. ¡Da tu ejemplo, sé tú mismo!
El tiempo transcurrió hasta que un día el general decidió nombrar al coronel Landaeta prefecto de San Sebastián de Casiqueare; entonces Hugo, hecho ya un hombre adinerado y patrón de tierras, regresó a su pueblo en compañía de sus hijos. La nueva autoridad, al ejercer su cargo aseguraba a todos sus coterráneos elevar su nivel de vida ―que así lo había hecho en Canapigua les decía― decía que mejoraría la carretera (única vía de acceso al poblado de Casiqueare), la cual conectaba con el pueblo de San Vinicio de Pariñas y hablaba de construir una nueva vía, que no dependiera de San Vinicio y que fuese directo a Caicora, la capital del estado; igualmente, prometió que le pagaría sueldos mayores a los trabajadores de la Prefectura y, por supuesto, que haría de San Sebastián la principal fuente cafetalera del país.
Unos sebastianeros no se fiaban de lo que oían, sobre todo los de mayor edad, quienes desconfiaban a causa de los rumores que habían escuchado sobre su prefecto; otros, viendo un posible progreso de su pueblo, avalaban las promesas que anunciaba el coronel.
A las pocas semanas de haber llegado Hugo a San Sebastián, se celebró la procesión de la Virgen de Casiqueare, fecha festiva del pueblo, día en que el militar se flechó de Celeste, una mujer de gran simpatía y humor, de cabellos largos y lisos, de ojos negros y piel blanca. Era la hija del ya retirado capitán de navío don Isidro Velarte, quien, tiempo atrás había sido el prefecto de San Sebastián. Mientras este estuvo a cargo de la Prefectura nunca se comentó sobre algún problema con las arcas gubernamentales, pues jamás tomó dinero ajeno, ni se excedió en sus actuaciones. Pero no pasó igual luego.
Entre Celeste y Hugo nació un idilio, aquel amor creció hasta que un día cualquiera, Hugo pidió al padre Juan que los casase en la Iglesia de la Virgen de Casiqueare.
―Hugo, lo siento ―dijo el presbítero apenado― no puedo complacerte en lo que pides.
―¿Por qué? ―preguntó ofuscado el prefecto en tanto saltaba de su silla―. ¿Es que acaso se niega a casarme?
―Hugo, ¡sabes que aún vive Alcira! ―exclamó el sacerdote sosegado.
―Sí, hace mucho que no la veo, y ¿qué con eso? ―inquirió el coronel en tono altanero y desafiante.
―Pues, tu vínculo matrimonial aún existe; por eso, no puedo casarte.
―Juan, es Celeste quien quiere casarse, no yo, si es por mí ni me casara. ¡Hágalo por ella!
―No es que no quiera, sino que no puedo.
―¡Ah, conque no puede! Pues se acordará de mí...
Celeste y su padre, creían que Alcira había muerto y, que ella a la vez era la madre de los dos niños. Hugo comenzó a atacar al padre Juan durante sus conversaciones, actitud que molestó a Celeste, y que posteriormente condujo a una fuerte discusión entre ambos, resultando en el final de aquel romance y su consecuente enemistad. Como secuela, la Prefectura suprimió la ayuda económica que brindaba a la Iglesia e hizo hasta lo imposible por lograr que los sebastianeros dejasen de asistir a las misas.
Luego Hugo comenzó a realizar numerosos viajes; unos, a sus tierras en Canapigua de los Valeares, otros, a San Vinicio de Pariñas excusándose de estar en diálogos con su homólogo pariñense. Eran periplos en los que buscaba reunirse con los curas de aquellos pueblos para convencerles ―con motivos baratos― de que lo ayudaran a desplazar al padre Juan de Casiqueare.
Camilo y Abelardo siempre buscaban el mejor momento para hablar con Hugo, para hacerle entrar en cordura. Era normal oír que Juana había discutido en defensa de su hijo en El Abasto de Pluto. Pero lo común fue encontrar a alguien que disgustado criticaba al prefecto.
Ya eran escasos los ojos que podían asegurar haber visto en San Sebastián a su prefecto y los pocos que lo hacían decían que había sido algún domingo en la plaza, mientras bebía un cafecito y comentaba lo que había hecho durante sus viajes; en esas ocasiones siempre intentaba convencer a sus espectadores de que desistieran del misal. Acto seguido, se dirigía a la Cafetería de Tío Pancho, donde su hermano Abelardo lo recibía con gusto, tratando de sacar tajada del momento para persuadir a su hermano de que rectificara de su porfiada actitud. Cristina y Clarisa contaban con diez años de edad y disfrutaban hacer de meseras los domingos, como habían oído que lo había hecho su madre cuando pequeña.
Pancho había fenecido hacía un año. Estaba durmiendo en su chinchorro después de haberse tomado su habitual taza de negro tinto cuando, sin sufrimiento alguno, dejó de respirar, murió a causa de la vejez. Todos los habitantes de San Sebastián lo recordaban de manera muy especial a la hora del cotidiano cafecito, cuando era costumbre dedicarle unas palabras a su memoria. Y era en ese preciso momento cuando Hugo llegaba de visita por la cafetería, para aprovecharse de los comentarios de los presentes e insinuar sus intenciones delirantes, porque claro, esa era la hora en que los parroquianos asiduos al local comenzaban a buscarle soluciones a los problemas cotidianos.
El tiempo y el reloj, cual compañeros inseparables, realizaron su trabajo. Los días pasaron y cantidades de esperanzas casiqueareñas se vieron vencidas por los años. Las calles en mal estado levantaban con facilidad la polvareda incitada por el viento. Apenas faltaba un mes para que el mandamás Jiménez viajara por los pueblos occidentales del país, donde acostumbraba a rectificar o renovar sus autoridades. Hugo perdió los favores del general. Nuevos días de ilusiones y motivaciones llegaron a Casiqueare, la víspera de un buen futuro era inexcusable.
La vida continuó, amaneceres y atardeceres desfilaron por San Sebastián, nuevas casas, calles y avenidas se construyeron en aquel pueblo, e igualmente se realizó con éxito la carretera autónoma San Sebastián-Caicora. Después de finalizada la misa del padre Matías (quien había reemplazado años antes al padre Juan), era habitual oír bandas de música en el centro del pueblo o ver un grupo de gente bailando joropo en la plaza.
La plaza Libertador ahora se encontraba repleta de variopintas flores y frondosos árboles y, como de costumbre, se servían los almuerzos en la Cafetería de Tío Pancho, ahora atendida por las hermanas Landaeta Velarte: una, se encargaba de las cuentas y la otra de atender a los clientes, mientras que sus padres disfrutaban de las conversaciones y, por supuesto, de la buena mesa de café. El café sebastianero era en ese entonces el mejor del país. El gobierno del general había sido derrocado.
La cafetería estrenaba un suelo de madera y unas paredes de piedra pulida que hacían de aguante al techo entejado que sostenía en la entrada un anuncio iluminado, el cual le daba la bienvenida a los entrantes e invitaba a pasar a los que no quisiesen. Un moderno tocadiscos había reemplazado la vieja gramola y, afuera en la terraza, eran sillas mecedoras las que ofrecían turnos de comodidad a los bebedores de paso y el sápido café Mis nietas era el popular. Este cafecito era un real disfrute para los sentidos, primero para el olfato que percibe el aroma fuerte del café casiqueareño y, segundo, para el paladar, sentido tranquilizador del apetito excitado por el olfato, que hace saborear el sutil punto de un fino toque de ron acompañado de una dulce gota de miel, todo junto, en una delicada combinación entre lo amargo y lo dulce, lo tostado y lo fresco.
A dos cuadras de la cafetería se dejaba ver a través de las puertas abiertas, a un señor de años pesados balanceándose en una silla mecedora, que aguantaba en su mano izquierda una taza de humeante café. Susurraba vocablos al viento, parecía un soliloquio, pero en realidad murmuraba palabras sin sentido. Era Hugo que había perdido el juicio y continuaba absteniéndose de aceptar la realidad del pueblo que lo vio nacer. Abstraído en la soledad, le venían ráfagas desordenadas de recuerdos de épocas pasadas, en especial, del día en que su padre murió.
Fue poco después de que dejase de ser prefecto, durante una noche fría atiborrada de truenos y relámpagos. El terrible aullido del viento y el continuo golpeteo de la lluvia sobre las tejas hacían de fondo inclemente al afligido ambiente que se vivía en Mi Casita. Las velas, algo derretidas, iluminaban el ambiente, pues un árbol de grandes proporciones se había desplomado contra el tendido eléctrico rural de la carretera San Vinicio-San Sebastián. Unas gotas de cera estaban petrificadas sobre el borde de la cubierta de un libro de poesía que reposaba mal colocado sobre una silla de madera a un lado de la cama; el creador de aquella obra era natural de uno de los estados orientales del país, muy conocido por su poema Píntame angelitos negros y por su famoso Canto a España, que era el texto leído por aquellos días. La tenue luz alumbraba la agotada cara del filósofo agonizante, cuando Hugo llegó.
San Sebastián se encontraba al filo de la tristeza. Camilo pidió a los presentes que lo dejaran a solas con Hugo. Clara y Abelardo salieron al pequeño comedor y Juana, después de acomodar a su esposo para la conversación, cerró la puerta al abandonar la habitación. Habiendo quedado solos en aquel minúsculo y penumbroso cuarto, el padre con gran dificultad se dirigió a su hijo. Después de unos monólogos entrecortados, hubo una pausa en los labios del hablante, mientras sus ojos lagrimosos y poco parpadeantes apuntaban a su hijo que taciturno escuchaba. De pronto, un silencio espeso se hizo dueño del aposento, hasta que un insondable suspiro del padre agónico interrumpió el mutismo reinante. Aquella fue la última noche del filósofo de San Sebastián, meses más tarde, Juana lo acompañó, la depresión no la dejó vivir.
Desde aquel día de dolor casiqueareño quedó Hugo inmerso en sí. Abelardo nunca dejó de atenderle y junto con su esposa, se hizo cargo de sus sobrinos. Desde entonces, es frecuente observar en Hugo que de sus ojos idos y vanos parte una lágrima espesa, cual pizca de café, que desciende por su rostro como gota por fuera de su taza.
(*) Primer Premio de Narrativa en el XVI Concurso Literario “Florencio Segura” de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, 2002. Al año siguiente apareció publicado en un folleto interno de la universidad. En 2013 y 2015 (primera y segunda edición) fue publicado, junto con otros dos relatos, por la editorial venezolana Lector Cómplice.
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