
Abogado y escritor
LA SITUACIÓN DE LOS DERECHOS CONSTITUCIONALES EN EL ÁMBITO DE LAS TELECOMUNICACIONES. EL CASO VENEZOLANO
(Investigación científico-jurídica)
PRÓLOGO
Cuando se tiene la convicción de estar ante una obra excelente, como ocurre en este caso, la oportunidad de escribir el prólogo es una gran satisfacción. Y así más, si cabe, como enseguida podrá ver el lector, el libro del Dr. Rodrigo Eloy Lares Bassa sobre un tema tan clásico como actual, de tanta importancia teórica como práctica, tan difícil desde siempre: “La situación de los derechos constitucionales en las telecomunicaciones. El caso venezolano.”
Pues bien, como corresponde al prólogo, tengo a bien realizar la objetiva relación de las ideas centrales que conforman su contenido con aportes realmente originales, con los que se podrá estar o no de acuerdo, pero sobre los que habrá coincidencia en que revelan el fruto de un pensamiento reflexivo cuya preocupación fundamental radica en cada cuestión que plantea.
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El pensamiento del autor, con sorprendente concisión, traza un enorme arco que arranca desde los origenes mismos del régimen de las telecomunicaciones “a la manera venezolana”. Empieza por sostener que si bien en la Constitución Federal (artículo 71, inciso 11) de 1811 establecía el pleno poder y autoridad del Congreso sobre los correos generales del Estado, lo cierto es que la potestad reglamentaria en materia de las telecomunicaciones se encuentra primero en la Constitución de 1893. Este texto se repite en las Constituciones de 1901 donde se incluye por primera vez la mención de los teléfonos; de 1904; de 1909; del Estatuto Constitucional Provisorio de 1914 en el que se estableció a favor del Presidente Provisional de la República la competencia de “fiscalizar por razón de orden público los teléfonos particulares”; y la de 1922 en la que además se dispuso la reserva al Poder Federal de “toda jurisdicción legislativa y ejecutiva concerniente a correos, telégrafos y teléfonos”. Tres años más tarde, en la Constitución de 1925 esa reserva se hizo con mayor amplitud pues en su artículo 15, inciso 15, se dispuso que aquélla incluía “[t]odo lo relativo a correos, telégrafos, teléfonos y comunicaciones inalámbricas”. En su desarrollo se dictan el Reglamento de Servicios de Telecomunicaciones (1932), el Reglamento de Radiodifusión (1934 y 1937), y la Ley de Telecomunicaciones (1936).
Luego se dictó la Ley de Telecomunicaciones de 1940 que suele considerarse de mayor impacto, injustificadamente a juicio del autor si se tiene en cuenta el bagaje constitucional que le antecede-. El Estado comienza así un proceso de centralización de las telecomunicaciones al consagrar una reserva exclusiva, pero no excluyente, a favor del Estado. Una reseva que se equiparó a un servicio público tradicional. Sin embargo, el autor sostiene que esta ley no dispuso que las telecomunicaciones eran un servicio público. En la reserva, a diferencia del servicio público, no es permisible la iniciativa privada salvo en casos excepcionales. Mientras que en una actividad declarada como de servicio público puede conjugarse con emprendimientos particulares pues uno y otro concepto no se excluyen.
Mas tarde se dictó la Ley que Regula la Reorganización de los Servicios de Telecomunicaciones en el año 1965. Y así se continuó, considerándose que la reserva prevista en la Ley de 1940 aparejaba un servicio público excluyente de la iniciativa privada, salvo que así lo permitiese el Estado, como sucedió, por ejemplo, con la privatización de la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela en el año de 1991.
Posteriormente comienza una segunda etapa cuando se sanciona la Ley Orgánica de Telecomunicaciones en el año 2000. Esta Ley, según el autor, dando un gran vuelco al régimen derogado, fomenta la iniciativa privada en las telecomunicaciones al establecer que: los servicios de telecomunicaciones son actividades de interés general que es un concepto distinto al de servicio público; las telecomunicaciones se prestan en atención al derecho humano a la comunicación, y que a su vez supone la realización de distintas actividades económicas; y por último que entre los distintos operadores debe darse una sana y libre competencia. Se trata –concluye- de una liberalización que supone no sólo la libre concurrencia privada sino la práctica de novedosas técnicas de intervención estatal que la fomenten y a la vez la controlen.
La consecuencia más destacada de este cambio normativo, afirma el autor, es que inmediatamente surtió efectos positivos. El índice de desarrollo elaborado por la UIT así lo demuestra. Y la realidad económica inmediata demostró que la decisión fue acertada. Mucho ha sido el crecimiento de las telecomunicaciones desde el 12 de junio de 2000. Abrió el mercado de las telecomunicaciones. Reinvirtió la titularidad de las actividades a favor de las personas, tanto de quienes disfrutan de las telecomunicaciones (usuarios y consumidores) así como de quienes las prestan.
Finalmente pone de manifiesto que la evolución histórica de las telecomunicaciones venezolanas demuestra que la participación estatal ha variado desde sus origenes hasta la actualidad. En sus inicios, el Estado participaba, empresarial y regulatoriamente, con la iniciativa privada. La actualidad venezolana demuestra una regresión hacia el Estado. Ahora no sólo regula sino que además compite y hasta nacionaliza. Los derechos constitucionales que se estarían afectando –concluye– en esta realidad son muchos, lo cual no se condice ni con la realidad normativa ni con la realidad constitucional.
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Luego con acertada metodología el autor procede a realizar una inteligente tarea sobre el régimen del ejercicio de los distintos derechos constitucionales en el marco de las telecomunicaciones. Muchas son las posturas que desarrolla, con el aporte de interpretaciones creativas, el núcleo de su trabajo, espigando las soluciones que brindan tanto la doctrina como la jurisprudencia nacional.
El artículo 1 de la La Ley Orgánica de Telecomunicaciones del 2000 establece que el objeto es “garantizar el derecho humano de las personas a la comunicación” el cual desarrolla legalmente, dentro del ámbito de las telecomunicaciones, los artículos 57 y 58, Título III “De los Derechos Humanos y Garantías, y de los Deberes” de la Constitución, y que consagran lo siguiente: “Toda persona tiene derecho a expresar libremente sus pensamientos, sus ideas u opiniones de viva voz, por escrito o mediante cualquier otra forma de expresión y de hacer uso para ello de cualquier medio de comunicación y difusión, sin que pueda establecerse censura.”; y “La comunicación es libre y plural y comporta los deberes y responsabilidades que indique la ley. Toda persona tiene derecho a la información oportuna, veraz e imparcial, sin censura (…)”, respectivamente.
Así las cosas, el autor inicia el estudio con la libertad de expresión que es un derecho que tiene basamento nacional (artículo 57 de la Constitución) e internacional (artículos 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos), y en torno al cual aborda los dos problemas más importantes: el contenido y sus limitaciones.
En su afán de fijar los perfiles institucionales de la libertad de expresión, el autor introduce importantes reflexiones sobre la naturaleza bidimensional de la libertad de expresión. Una, que es la individual, y otra, colectiva, que comporta el derecho de todos de conocer opiniones, relatos y noticias. Resalta que tanto una como otra dimensión de la libertad de expresión determinan, en mucho, la cualidad democrática de un país. La primera, la dimensión individual, porque es su piedra angular, y la segunda, la colectiva, porque su presencia determina proporcionalmente la libertad misma de aquel país.
En este orden de ideas, afirma que el acceso a la información es un derecho que supone la posibilidad de las personas de obtener la información que se publique,así como la de acceder a los archivos públicos. Este derecho está previsto como una dimensión de la libertad de expresión. El acceso a los archivos y registros es también un derecho no sólo constitucional sino legal. El acceso a los archivos públicos comprende los archivos de la Administración Pública. Con respecto a los archivos del Poder Judicial, el Poder Legislativo, el Poder Electoral y el Poder Ciudadano, afirma que puede igualmente accederse pero, en principio, ese acceso no se encuentra amparado por el artículo 143 de la Constitución. Ahora bien, el acceso a la información debe ser razonable en términos de calidad. No sólo el Estado tiene que colocar a disposición de las personas los medios adecuados para que accedan a la información, sino que esta información debe además ser la más completa sobre el asunto que busquen.
En consecuencia, el acceso a la información así como el acceso a los archivos públicos, suponen, como derechos, no sólo la posibilidad de acceso a la información sino el acceso real a esa información. Una información que debe cumplir con los estándares constitucionales. Sin embargo, la dificultad en el acceso a la información es hoy uno de los dos problemas que aquejan a la libertad de expresión en la experiencia venezolana. El otro es el control, por cierto, a la que se la somete y que fomenta obviamente la inhibición.
Por su parte, el artículo 58 de la Constitución prevé que toda persona tiene derecho a la información oportuna, veraz e imparcial. El acceso a la información es un derecho genérico pero que, precisamente por tal cualidad, suele requerirse un interés particular para que la persona pueda efectivamente acceder a la información, lo cual plantea la tensión histórica que existe entre el “secretismo” y la transparencia del Estado.
Por último, el autor sostiene que si bien la libertad de expresión es la regla tiene dos excepciones en las que se la disminuye. La primera es la excepción de verdad (exceptio veritatis). La segunda se refiere a las escuchas telefónicas. En Venezuela se protegen las comunicaciones privadas. El artículo 48 de la Constitución garantiza la protección del “secreto e inviolabilidad de las comunicaciones privadas en todas sus formas”, y prevé que sólo a través de un tribunal competente podrá ordenarse la intervención de esas comunicaciones.
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Junto con la libertad de expresión, señala el autor, la libertad de empresa es otro importante derecho que fundamenta la actividad de las telecomunicaciones. El artículo 112 de la Constitución consagra que “[t]odas las personas pueden dedicarse libremente a la actividad económica de su preferencia, sin más limitaciones que las previstas en esta Constitución y las que establezcan las leyes, por razones de desarrollo humano, seguridad, sanidad, protección del ambiente u otras de interés social”. Se establece así que sólo los límites constitucionales así como los límites legales que se refieran a las razones mencionadas serán aceptables. Esto quiere decir que cualquier persona puede desarrollar la actividad económica que mejor considere sin que se la restrinja arbitrariamente. Sin embargo, la relatividad de este derecho es quizás su aspecto más controversial.
La libertad económica es un derecho individual que se ejerce dentro de ese ámbito socio-económico que la Constitución ha determinado. Un ámbito que propende a la justicia social y al equilibrio de la iniciativa privada. Iniciativa que, al propio tiempo, la participación estatal no debe disminuirla sino, más bien, estimularla. En este sentido se deduce de la mixtura propia del régimen socio-económico venezolano así como de la teleología de éste como lo es, pues, la justicia social. No debe entenderse como una elección entre iniciativa privada y participación estatal. Ni menos de una subordinación de una a la otra. Es sencillamente una mixtura.
La existencia de un mercado liberado no supone en lo absoluto la existencia de un libertinaje jurídico, por lo que tampoco debe dudarse que sobre la iniciativa privada se ejerza un control de verificación en el que se constate que se desarrollará de acuerdo con los estándares que impone el interés general que la actividad misma detenta. Es en atención al interés público propio de éstas que resulta necesario que se controle previamente si quien desea entrar al mercado tiene la capacidad para así hacerlo sin desmejorar las condiciones técnicas mínimamente requeridas, mediante el mecanismos de las habilitaciones junto a las concesiones administrativas.
Finalmente hace referencia a los límites a la libertad económica que estima son conceptos jurídicos indeterminados. El tema, concluye, es que las limitaciones persisten y se han hecho a través de conceptos jurídicos indeterminados (desarrollo humano, seguridad, sanidad y protección del ambiente) elaborados en torno al interés social. Conceptos que se concretan en diversas formas y de acuerdo con las políticas públicas del momento.
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Por último, el autor aborda el derecho de propiedad que el artículo 115 de la Constitución reconoce como uno de los más importantes derechos fundamentales. Este derecho supone básicamente la libre disposición de los bienes. Una libre disposición que, no obstante, no se confunde nunca con un libertinaje puesto que el derecho de propiedad detenta una función social.
En efecto, el autor señala que el derecho de propiedad tiene dos funciones. Una privada y otra social. El tema es que ambas tienen que coexistir. El tema, afirma, es que el Estado ha impuesto e impone restricciones que desconocen el derecho de propiedad y, aún, su contenido esencial tal cual lo ha entendido la jurisprudencia.
En este orden de ideas, el autor hace referencia a dos de los fundamentos más utilizados a favor de la relatividad del derecho de propiedad. En primer lugar el interés público, que siendo una noción polisémica ha servido, y sirve, para fundamentar restricciones a los derechos constitucionales. Que en la actualidad venezolana hay muchas medidas restrictivas que apelan a ese interés sin mayor justificación. Se trata de un concepto jurídico indeterminado que ha permitido, en contra de su justa naturaleza, que se establezcan restricciones que le son contrarias. Pero el tema es que el Estado es quien usualmente lo aplica y quien determina la realidad formal así como el contenido del interés. Es cierto que el interés se establece con la intención de que exista una maniobrabilidad administrativa, mas, esto no implica una indeterminación absoluta en la aplicación del concepto que supone el interés público en sí. Los límites a la propiedad se ejercen técnicamente y no discrecionalmente. Éstos –sostiene- constituyen una verdadera técnica.
Estas últimas palabras del autor me permiten señalar que la enorme complejidad de la realidad jurídica que es el Derecho de la regulación de la economía en general y el de las telecomunicaciones en particular, exige llevar a cabo un análisis de la discrecionalidad administrativa desde la óptica de la estructura de las normas en este singular sector de intervención administrativa. No es exagerado afirmar que el estudio de la discrecionalidad como técnica política y como concepto técnico constituye una de las tareas más apasionantes y al mismo tiempo complejas que se puede encontrar en la actualidad. Tarea a la que se ha encomendado el autor sobre el alcance y límites en los que debe moverse el Estado a la hora de su ejercicio y muy singularmente los órganos y entes que conforman la Administración de las Telecomunicaciones frente a los derechos constitucionales. Este tema, sin duda, ha cobrado una especial significación en los últimos años que es donde se sitúa temporalmente la obra.
Y es que frente al ejercicio de la potestad discrecional el límite capital es el principio de legalidad, pues aquella no existe sino en virtud o en la medida en que el Ordenamiento jurídico así lo reconozca. Por tanto, no puede concebirse separada del principio de legalidad, conforme al cual la actividad o inactividad de la Administración Pública se somete a las normas jurídicas establecidas, reguladoras de la misma, y en la medida en que es un poder jurídico, es evidente que tendrá los límites referidos a todas las demás potestades administrativas, de allí que se señale que en definitiva, la potestad discrecional es una discrecionalidad legal o vinculada. Además se debe mencionar que la potestad discrecional no equivale a impunidad, y ello pese a que originariamente la discrecionalidad se configura como un ámbito exento de la ley, la obra de la jurisprudencia y la doctrina no sólo fue delimitando la discrecionalidad sino que la “juridizó” al considerar natural la posibilidad de control jurisdiccional.
En efecto, el Derecho administrativo contemporáneo ha profundizado el control o los límites de la potestad discrecional, fundamentalmente, a través de la posibilidad de revisión jurisdiccional. De todo lo dicho resulta, según una muy antigua doctrina jurisprudencial nacional, que “la discrecionalidad no implica arbitrariedad”. En el mismo sentido concluye la doctrina nacional en materia de ejercicio de la potestad discrecional en que, precisamente, se ha hablado, y tan bien, de la “interdicción de la arbitrariedad” como limitación a la misma.
Finalmente, recordemos el proceso de reduccción de lo que E. García de Enterría calificó desde el año 1963, en su célebre ensayo “las inmunidades del poder”, y por supuesto, la tendencia de sometimiento progresivo del ejercicio del Poder Público a las cláusulas constitucionales del Estado democrático y social de Derecho y de Justicia que proclama el Art. 2 de la Constitución, lo que supone, entre otros aspectos, un reforzamiento de las técnicas de control jurisdiccional del ejercicio de las potestades administrativas discrecionales y con ello el de los conceptos jurídicos indeterminados, con base ahora en principios, valores superiores y derechos fundamentales que encuentran su recepción en la Constitución vigente.
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En resumen, el autor Dr. Rodrigo Eloy Lares Bassa nos ofrece una obra que se destaca por una literatura elegante en las formas y rica en las ideas, con una calidad y una frescura en la yuxtaposición de los distintos temas que necesariamente deberían formarlo hasta llegar a la formulación de sus conclusiones. Es, en definitiva, una contribución de excepcional interés en el tema, siempre agudo y palpitante, de la situación de los derechos constitucionales en las telecomunicaciones.
José Araujo-Juárez
Caracas, 24 de mayo de 2013